Las cartas en manuscritos, eran los que mejor nos describían, nos desnudábamos para expresar lo que realmente cabía y salía de nuestro sentimiento, pensando solo en el destinatario, ya sea para aplacar la nostalgia, para doblegar la rudeza de su comportamiento, para afilar su vida y poder enfrentarse a la rígida y valentonada vida que nos esperaba...
LAS CARTAS DE MIS PADRES

                                                    Heber Ocaña Granados

                        

                                                           … quisiera ser cartero de los tristes

                                                      para que ellos bendigan mis zapatos.

                                                                               Juan Gonzalo Rose.


Ya no somos iguales desde que le dimos postal sepultura a la carta que escribíamos en los años de nuestra adolescencia, ya hemos perdido la pureza de nuestros sentimientos cuando se transmitía en privado y en secreto, pensando solo que la leería el destinatario; ya no existen esas cartas de letras absurdas, destellantes, de pergaminos, solo queda en la memoria, las abundantes cartas de mis padres, con tres partes básicas repetidas siempre en cada una de ellas: el saber cuidarme en la Lima de los 80, los consejos y orientación para saber desplazarme entre el barullo de las formalidades de mi entorno social y la recomendación sensata: “acuérdate de tu creador en los días de tu juventud, antes que vengan los tiempos malos y digas, no tengo de ellos contentamiento”.

La carta, donde la lucidez de mi padre afloraba como luz que emerge desde la distancia y me llevaba por caminos infinitos, para mostrarme la orfandad de su infancia con su letra de pergamino, para decirme que la vida no era la que yo estaba viviendo, sino, la que me esperaba doblando la esquina de mi años; la carta, donde la ternura de mamá era la complicidad con mi sentimiento, y en total obediencia maternal, cumplía los pedidos de favores del hijo lejano, cuando le pedía que conversara a la chica del barrio, a mantener la prudencia, la sobriedad, la fidelidad y el amor, mientras el mar, la arena, las montañas y el uniforme marino, eran los compañeros de mis días, en claro servicio de mi patria, o los libros y las clases universitarias colmaban mis días, en la Lima pulverizada de humareda en los años 80.

Juan Gonzalo Rose, decía en los años 50, desde su destierro en la ciudad de México:

“Una carta.

Que me escriba una carta quien me hizo

los ojos negros y la letra gótica,

que me escriba una carta aquella amiga

analfabeta de pasión cristiana;

duraznos de mi tierra: que me escriban,

vientos los de mi rambla: que me escriban,

y redacte una carta pequeñita

mi hermana abecedaria y pensativa”.

Las cartas en manuscritos, eran los que mejor nos describían, nos desnudábamos para expresar lo que realmente cabía y salía del zócalo de nuestro sentimiento, pensando solo en el destinatario, ya sea para aplacar la nostalgia, para doblegar la rudeza de su comportamiento, para afilar su vida y poder enfrentarse a la rígida y valentonada vida que nos esperaba, para hacer recomendaciones por su salud; la carta, eran las sencillas palabras que fluían en concentración solitaria, pensando solo en el amor, en el afecto, en el dolor y en un cumulo de sentimientos, que giraba en torno a nuestros recuerdos de ese momento de éxtasis y dura nostalgia.

Alfredo Bryce Echenique, en su novela “La amigdalitis de Tarzán”, manifestaba:    “… tener que pensar ahora, al cabo de tantos, tantísimos años, que en el fondo fuimos mejores por carta”.

Parece que sí, nos desentrañábamos, nos volcábamos sin aspavientos ni temores, como si nos hincáramos hacia la tierra y clamaríamos por la salud, el bienestar de nuestro destinatario; la carta, mantenía el olor de la tinta en el papel, incluso la fragancia de la casa del remitente, porque todo lo que venía en ella, transparentaba y hacía visible el amor, la ternura y la querencia que muy bien se recibía, porque se oía hasta la voz en cada línea, en cada párrafo, que muy fácilmente la convertíamos en una carta sonora, oyendo la voz andina de mamá, si venía de ella, o la voz potente y musical de papá, cuando la firmaba él.

La carta, la carta aquella, la que ya no vive entre nosotros, pero si en mis recuerdos, y en mi lejana biblioteca donde me aguardan para seguir leyéndolos, como siempre, para alimentar mi espíritu con el recuerdo de papá Juan y mamá Andrea, porque sus palabras, todavía tienen validez para éste tiempo, sus consejos, sus amores hacia el hijo que aún sigue lejos de su terruño. La carta, las cartas de mis padres.

“El día que me muera —¿en una piedra?—,

el día que navegue —¿en una cama?—,

desgarren mi camisa y en el pecho,

¡manos sobrevivientes que me amaron!,

entierren una carta”.

-Juan Gonzalo Rose.